Cuando en los cuentos de hadas se escucha el aullido de un lobo, los aldeanos cierran la puerta con los cuatro botones. Observan ansiosamente el destello de unos ojos amarillos en la oscuridad. Y, sin embargo, algunos dicen que hay una magia salvaje e indómita en la voz de la manada de cazadores.

Durante cientos de años, los lobos fueron los gobernantes de Yellowstone. Rodearon su territorio, siguiendo incansablemente a los ciervos wapití. Pero con el tiempo, la gente vino aquí y empezó a matar. Las huellas del lobo desaparecieron sin dejar rastro. Cesaron los llantos de los cachorros mientras aprendían a nadar en los ríos y arroyos.

Cuando los lobos desaparecieron del parque nacional por cazadores furtivos, cazadores y ganaderos, la población de ciervos wapití creció excesivamente y amenazó a muchas especies de plantas. Algunas aves se alejaron volando en busca de nuevos hábitats. Incluso los osos estaban hambrientos. Afortunadamente, gracias a la determinación y perseverancia de los ecologistas, se creó un sistema de reintroducción de la especie y, en el invierno de 1995, una docena de lobos canadienses llegaron a Yellowstone. Catherine Barr, que relata su destino, habla de forma fascinante sobre las interdependencias en el mundo natural. Demuestra que los depredadores son indispensables en el ecosistema y muestra cómo el hombre (por ignorancia, egoísmo o miedo) altera el frágil equilibrio del planeta.